Hace ya unos meses, paseaba con mi pareja por el centro de Saltillo, recién remodelado a base de la eliminación de un carril automotriz para inspirar un dejo colonial y para terminar de lisiar la vialidad de por sí mala. Admirábamos el remplazo de la mitad de la calle con aceras ampliadas, bordeadas de bancas de parque, para que los civiles y turistas se sienten a admirar el soberbio paisaje que proveen los embotellamientos y la vista magnífica de los escaparates de tiendas de ropa, apostados donde debería estar la parte antigua de la ciudad y mucho más interesantes que cualquier monumento histórico.
Era un mediodía tranquilo de esos que inspiran a la pereza y aproximándose la hora de la comida decidimos hacer escala en un nuevo restaurante de comida china, sobre la calle de Victoria. Era un lugarcito tranquilo, de dimensiones reducidas pero con una higiene que envidiarían los restaurantes falsamente denominados elegantes, donde las chinas poblanas y los meseros malencarados sirven café que provoca diarrea y platillos gourmet tan viejos y recalentados que uno podría jurar se los trajeron desde Francia o España en galeón.
Nos atendía un joven chino, válgame la casualidad, quien sonriendo y hablando español lo mejor que podía esperaba con paciencia a que seleccionásemos los guisos que complementarían la base de arroz, situación difícil dada la variedad y la indecisión evaluativa que procede a cualquier adquisición que realizamos.
Ya comiendo, charlábamos sobre el excelente sabor de los platillos, su precio accesible y de cómo los restauranteros nativos deberían aprender un poco de la actitud de servicio y la jovialidad con que habíamos sido tratados. En el fondo se escuchaban conversaciones en mandarín y la atmósfera se coloreaba lentamente con aromas de chiles, especias y salsas dulces.
Todo era en efecto agradable, la buena comida, el ambiente calmado y la sensación de convivencia con una cultura diferente, tienen la curiosa facultad de abstraerlo a uno hacia un estado mental de comodidad inusitada, a la vez que impulsan el espíritu conversador. Al poco rato estábamos a medio llenar, luchando contra el pollo dulce y los camarones, mientras cierta señora interrogaba al cajero, preguntando si le gustaba México y si se había traído a toda su familia en un contenedor de barco.
De repente, como salido de una mala broma sobre un campo de concentración, ingresó en el local un hombre enjuto de mueca prepotente. Iba embebido de un orgullo que le calzaba grande, como el traje de policía y el chaleco antibalas que parecían el caparazón de un jugador de futbol americano, presumía la nariz alzada y puntiaguda y se divertía jugando con un walkie-talkie con el que llamaba a su comandancia con códigos de taxista, sus ojillos movedizos rastreaban el ambiente en busca de miradas de admiración hacia su autoridad; era un clon Franz Kafka disfrazado de policía.
Tras él, llegó una mujer morena con ocho meses de embarazo, cargando una mole de papeles y carpetas como si fuesen más importantes que su cría nonata. Su desabrido, hipócrita y jactancioso “buenas tardes” la delató como una burócrata de segunda ejecutando la actividad que menos disfruta, el trabajo.
Debo decir que ya se olía en la cercanía una peste peculiar, algo rancio que se arrastraba entre el aroma de los vegetales al vapor y la salsa de soya, el augurio de que el espíritu enfurecido de la ciudad había percibido nuestro deleite y respondería con senda furia deífica, arruinando la velada y manifestándose en un embarazoso episodio típicamente mexicano, de esos en los que no se sabe si reír, llorar, vomitar o migrar.
Con el hedor de la estupidez a punto de estallar, empezó la parodia, Franz policía se apostó contra la puerta en pose de SWAT, esgrimiendo su comunicador cual pistola, la mujer embarazada dejó caer la pila de papeleo en una mesa cercana, se aproximó al joven chino y sin hacer mucho esfuerzo balbució con un tono de retraso mental las preguntas básicas que se hacen a un inmigrante ilegal, según lo visto en películas de acción gringas.
“¿Dónde están tus papeles?, ¿cuántos más tienes allá atrás?, ¿cuánto tiempo llevas aquí?, ¿dónde está tu visa?, ¡Diles que mejor se salgan todos!” El joven chino estaba tan sorprendido como nosotros, quienes con un camarón y un pedazo de pollo suspendidos en el aire frente a nuestras bocas, no terminábamos de tragarnos la ridícula realidad que atestiguábamos, esos dos eran la punta de lanza de la Migra Mexicana.
Puede pensarse que es normal, totalmente típico, presenciar una de estas redadas en cualquier país que tenga el mínimo control sobre el ingreso de alienígenas a su territorio. Estados Unidos nos ha demostrado que la brutalidad policíaca, la deportación sin juicio previo y la discriminación son una necesidad del siglo XII, aplicable en el siglo XXI, para mantener a raya a esos desconsiderados polícromos que roban el santo empleo a la basura blanca y a los puritanos elegidos por dios para dominar el mundo.
Pero, aguardemos un segundo, apaguemos la televisión y encendamos el oxidado cerebro para hacer una reflexión básica de geografía. Según recuerdo Saltillo no se encuentra en Estados Unidos, sino en México, y este, el glorioso país de las cosas bonitas, las buenas costumbres y el no pasa nada, se presume continuamente de ser la patria de los apátridas, el país más hospitalario del mundo, donde los nativos aprecian tanto a los extranjeros que hasta los secuestran para que no se vayan y donde tanto los queremos que les vendemos baratito la reservas naturales a compañías hoteleras.
Al menos esa es la teoría, y en esa teoría la existencia de una migra déspota y racista contradice los valores hospitalarios elementales de las tierras aztecas ¡no debería ser!
¿Qué no se da asilo en México a los perseguidos?, ¿no se recibe con los brazos abiertos y ánimo samaritano a cualquier extranjero que venga a visitarnos?, eso dice la publicidad turística en la TV. Prueba de la apertura mexicana a la pluralidad fue el ascenso de un español a la secretaría de gobernación en años pasados. Incluso las aguas municipales de Saltillo son regenteadas por Aguas de Barcelona desde hace tiempo.
El caso es que, como casi todo lo bonito en México, esa hospitalidad y empatía que nos caracterizan, resultan ser una cubierta endeble para la realidad, como la pintoresca fachada de una casa colonial derruida por dentro. Lejos de las reservas ecológicas convertidas en playas para que los springbreakers den rienda suelta al fornicio y el alcohol, fuera de los concubinatos gubernamentales con empresas golondrinas que montan maquiladoras explotadoras de obreros, la cosa difiere a niveles constitucionales.
Si usted es de los que exclaman “!Qué malos son esos gringos egoístas que disparan a nuestros migrantes, que injustas sus leyes y qué hipócritas son!”, recapacite antes de decirlo de nuevo. En México la constitución política es igual o más déspota que la yanqui tratándose de los derechos, atribuciones y actitud hacia los inmigrantes. Como apunta Pablo Boullosa en su escrito “La Viga en el Ojo”, los artículos 32, 9, 11, 37 y 27, México reduce el derecho a trabajo, propiedad privada, residencia e incluso promueve el arresto ciudadano contra todo aquel sospechoso de ser ilegal, formando una versión legal mexicana del Muro de la Vergüenza.
Se cuentan oscuros relatos sobre personas de tez oscura a quienes la policía estatal ha detenido en ciudades sureñas, con el fin de deportarlos a Honduras o El Salvador si no cantan completito el himno nacional mexicano… una pieza musical tan detestable y sádica que ni siquiera yo con 23 años de vivir aquí he aprendido en su totalidad.
Ahora, después de exclamar “!Ah chinga…!”, y enorgullecerse por las marchas de migrantes en EEUU y el ascenso de nuestros compatriotas a puestos de gobierno gringo, hágase de trinches, antorchas y todo el odio dogmático hacia cualquier persona no-mexicana, pues sépase que es legal linchar y correr a patadas a todos los ilegales que vienen a robarnos el desempleo que por derecho nos pertenece.
Volviendo a la redada, en tanto que el Kafka granadero sacaba a los cocineros y el personal de la parte trasera, abriendo el refrigerador, los anaqueles, los frascos y hasta revisando el basurero en busca de cualquier chino esquivo, la mujer husmeaba los guisos e instaba al joven a sacar sus papeles antes de que fuese tarde. Este optó por llamar a su jefe y dueño de la franquicia de comida, mientras mostraba algunas credenciales a la Migra.
Una decena de clientes espantados y curiosos miraba desde la puerta, mi pareja y yo tratábamos de engullir los últimos remanentes de nuestra comida, agriada por la rabia y la vergüenza. Después de hacer algunas preguntas indirectas al aire sobre cómo era posible que los trabajadores fueran ilegales si el negocio ya estaba abierto y funcionando, y sobre lo ridícula que era la Migra en el país que exporta más migrantes que productos al extranjero, salimos del restaurante, bajo la mirada ulcerosa de Franz, y la indiferencia de la mujer a quien poco le faltaba para abalanzarse sobre los camarones empanizados.
En los viajes por combi, se suscitan a veces discusiones profundas y meditaciones trascendentales, salvo que el ruido del armatoste a punto de desmantelarse distraiga en demasía y si el encéfalo no está abstraído en la eterna cavilación para encontrar una excusa y quedarse con el asiento en vez de cederlo a una anciana reumática que carga veinte kilos en bolsas de mandado.
En este caso discutíamos sobre el ejemplo práctico de la doble moral mexicana que justo habíamos presenciado. La hospitalidad mexicana vista en este caso resulta una muestra de esa fea costumbre que en las altas esferas de la filosofía se conoce como la paradoja cambalache y el axioma de ganar-ganar. Claro que los extranjeros perseguidos pueden entrar sin peros a México, siempre y cuando viajen en avioneta repleta de drogas, o sean dueños de grandes empresas fraudulentas con maletines repletos de dólares por equipaje, o en caso de ser pederastas, que traigan una carta de recomendación del Vaticano y millonarios viáticos para rellenar las arcas de la sede local.
Si es un inmigrante ilegal, y además pobre, puede considerar como de primer mundo el trato que recibirá, si tiene suerte será deportado rapidito, sin juicio ni contemplación a su islita nativa. De lo contrario tendrá que sobrevivir a los viajes clandestinos en trenes de carga que circulan por la selva tropical de las fronteras sureñas. Subir al tren es más fácil que bajar, pues el migrante promedio tiene que saltar de los vagones en movimiento, arriesgándose a ser mutilado en los rieles por el furioso andar de la mole metálica. Después de bajar, entero, viene la huída por la supervivencia, pues en distintos puntos de la jungla esperan células de la Mara Salvatrucha, cuyos miembros se divierten amarrando a quien pueden a las vías, al estilo del viejo oeste, pero sin Tom Mix para salvarlos.
De seguir el tren en su ruta hacia el norte, después de pasar a la Mara, la jungla y una que otra asociación delictiva de tres siglas, o bien la policía, la diversión aún no termina. Algunas de las paradas en la zona industrial de Saltillo son custodiadas por veladores armados quienes disparan primero, saquean después y luego preguntan. Cambien a estos últimos por los Minute Man, a la Mara por las patrullas fronterizas, agreguen las travesías marítimas en asfixiantes contenedores sellados donde viajan migrantes de otros continentes, y el drama es exactamente igual al que se vive en USA.
Cuando el instinto de supervivencia es fuerte y la fatal posibilidad permite salir entero de los encuentros con la Muerte, después de todos los esfuerzos por conseguir una mejor condición de vida, si acaso existe tal en México, tras haber dejado a la familia e iniciar el duro proceso de establecerse en tierra extraña y prejuiciosa, llega el remate perfecto para que la historia culmine en un golpe tragicómico, como un filme de Terry Gilliam.
¡Entra la Migra Mexicana en acción y todo se desmorona aplastado por toneladas de papeleo, acompañado por la danza interpretativa del espíritu de las leyes con Franz-granadero de protagonista mientras risas enlatadas rompen el silencio incómodo que los actos de abuso grotescos suscitan!
La chapuza legal no es la única traba que se impone a los inmigrantes de fisonomía ligeramente discrepante con el típico mexicano. De la situación que nos compete también podemos extraer otro ejemplo de la naturaleza contradictoria de nuestro país. La mórbida curiosidad con que la anciana interrogó al joven chino y el interrogatorio con vocalizaciones embolicas que realizó la burócrata embarazada, hablan con claridad de la costumbre racista que se filtra como un hedor de almizcle rancio entre el aroma de las enchiladas, el mole y los tamales.
A primeras vistas se tiene una imagen estereotipada del inmigrante transatlántico, que le atribuye defectos del habla y costumbres si no falsas, al menos exageradas al punto de ser tabú. La tele nos ha enseñado que los chinitos hablan chistoso, hacen muchas reverencias, son re-trabajadores, aún sin recibir pago, y sobre todo, se reproducen como roedores frenéticos en primavera.
Nuestra querida burócrata a favor del pobre chino que solo puede habla mandarín o cantonés, idiomas casi tanto o más complejos que el sánscrito, le hace un favor al hablarle con lentitud, aspavientos y repitiendo las palabras una y otra vez, sin considerar que si no supiera un mínimo aceptable de español, le sería imposible trabajar como cajero del restaurante. La buena señora a su vez, haciendo uso de la clemencia católica hacia los desafortunados, o bien la hipocresía enfermiza por conocer detalles brutales de alguien en desgracia, se esfuerza por exprimir cualquier pormenor vergonzoso con el fin de saciar su sed de chisme y morbo.
Del conocimiento popular se desprende la creencia de que los individuos de raza de negra despiden un olor desagradable, como de azufre, que los delata como hijos de Satanás o sujetos sucios. Entre otras joyas de la sabiduría mexicana sobresale el prejuicio incluso contra los indígenas, ignorantes, sucios, torpes e incapaces de superarse mientras danzan en las plazas públicas por monedas llevando “el nopal en la frente”.
Me prevengo de ahondar en la discriminación que sufren minorías sexuales, la fauna, tribus urbanas o personas con sobrepeso, pues el espacio de almacenamiento de este humilde blog no permite el ingreso de documentos tan masivos.
Esta xenofobia, racismo, discriminación o cómo se le quiera denominar es otra de esas cosillas que levantan un contraste desagradable con la realidad mexicana. Hay que recordar que este país se compone de mezclas de etnias y razas, y que además existe una alta posibilidad que los primeros pobladores mexicanos viniesen de tierras orientales como lo denotan las similitudes lingüísticas de algunos dialectos con el mandarín y la presencia de jade nativo de china que data de tiempos precolombinos.
Por desgracia para muchos no somos estadounidenses atrapados bajo piel morena y con la lengua atrofiada por el castellano, las bufonescas modificaciones corporales que algunos llevan a cabo como repintarse el cabello de rubio no cambian esto y ni siquiera el imponer nombres como “Brian Eugene” a los infantes les dará una nacionalidad yanqui.
El vigor híbrido de México debiera manifestarse en el florecimiento de una cultura multicolor y liberal, jamás en la imitación cobarde a dogmas extranjeros, ni en el abajismo católico que denota todo lo diferente como malo.
¡Cómo me hubiera gustado que existiera la Migra Mexicana hace cinco siglos! Cuando irrumpieron los conquistadores embutidos en sus armaduras oxidadas de orina, pletóricos de viruela como si la trajesen enlatada, acompañados por sus curitas iconoclastas, mártires de la sífilis, inquisidores y rapaces, para evangelizarnos y corregirnos, a las “bestias con forma humana”, hubiera sido un buen momento para iniciar las operaciones de deportación sin juicio previo y la prohibición de la entrada, la propiedad y el trabajo a esos furúnculos cancerosos que a la buena de dios, literalmente, llegaron para destruir todo lo diferente y de paso contagiar su xenofobia ridícula, herencia de Cristoloco División Conquistas S.A.de C.V.
Ante tales situaciones, pasadas y presentes, ya no es tan sorprendente la existencia de un tentáculo tan irrisorio del aparato opresor como es la Migra Mexicana, lo sorprendente es que aún ciertos migrantes tienen el valor de acercarse a un terruño tan deplorable como este. Será que la publicidad turística y el saqueo de México por parte de extranjeros proyectan una imagen de apertura horriblemente engañosa. Siendo una de las mayores exportaciones mexicanas la telenovela de Televisa, puede decirse que la imagen de nuestro status quo está más falseada que la piratería que vendemos en los tianguis, venida, válgame la casualidad, de China.
¡Así que ya sabe querido lector, aguas con la Migra Mexicana y apréndase el himno nacional, de lo contrario Franz-Policía irrumpirá en su casa como en una pasarela y la burócrata embarazada asaltará su refrigerador mientras usted se ahoga en papeleo!
.C.