jueves, 20 de marzo de 2008

Los locos, ¿están extintos?

Hoy entre tristeza e ironía me plantee la pregunta ¿estarán extintos los locos?, luego modificándola un poco dije ¿estaremos los locos extintos? Y cuestioné a mi pareja sobre la paulatina desaparición de esta subespecie humana, la mutación natural y heredada malinterpretada por los cobardes como una degeneración, cuando en realidad es aquello que ha mantenido el equilibrio en nuestro mundo cada vez más cuerdo y mecánico.

Loco estaba Van Gogh y revolucionó la técnica pictórica adelantándose décadas a sus contemporáneos, un demente fue Kafka cuyo genio depresivo ilustró con letras el estado decadente de una psique amordazada en convencionalismos laborales, prediciendo los efectos dañinos del obsesivo mundo “productivo”. El insano Buda expresó la verdad del humanismo hace milenios y el loquísimo E.T.A. Hoffman visualizó los principios teóricos del androide en su cuento “El Hombre de Arena” allá en el siglo XVIII.

Los artistas y visionarios fueron todos tocados cuyo cerebro inquieto se creía estaba poseído por demonios o desvariando en patologías que debían curarse con choques eléctricos, exorcismos y lobotomías. Porque estar loco no es volverse un ser babeante e infértil, ninguna consideración es más errada y lejana a la verdad que compadecer a quien está en un contacto permanente y profundo con su mente. Ingresar en la locura significa desgarrar una membrana cegadora de posibilidades existenciales estrechas, es el paso decisivo hacia la iluminación cognitiva por medio de la visión del chakra Ajna, vértice extracorpóreo del conocimiento infinito.

Pero, ¿dónde han quedado los locos? Cada día la humanidad se homogeneiza en un solo cuerpo que aspira una supuesta perfección en la concordia mental, pasiva y poco especulativa. Se pierden aquellos puntos de colores extravagantes que son los dementes, bajo un falso barniz de cordura obligada. Si uno presenta rasgos ezquizoides, se le recetan medicamentos que controlen las alucinaciones, obstruyendo aquel tercer ojo “tan nocivo”, si la paranoia nos obliga a preguntarnos sobre lo que existe bajo las apariencias de seguridad y estabilidad, la terapia tranquiliza al enfermo asegurándole que el mundo es de tal o cual forma, declara sus preocupaciones como puras falsedades.

Exageraciones dicen todos, trascendencia digo yo. Ansias de trascender tienen los locos, un impulso de saltar a precipicios sensuales que responden con fuerza cualquier pregunta, ansias de vivir más allá de lo casi-consciente, ocupar un asiento contemplativo en el espectáculo boreal de los sueños.

Y ahora, tras horas de haber planteado esa pregunta, siento el hormigueo del arrepentimiento, pues aún existen locos en el planeta. Tomé un taxi a las 11 p.m. esperando un tranquilo viaje de regreso a casa y sin augurar alguna sorpresa nocturna indiqué mi destino al taxista, un viejo en apariencia común. Tras frases de cortesía el hombre me preguntó si había visto alguna vez las luces del cielo. Explicó que estas se observan nítidas, como rayos láser al caer la noche, seccionan el firmamento rivalizando con la intensidad de las estrellas.

Miré con prejuicio incrédulo a las nubes azulosas sin ver nada. El hombre seguía describiendo los fenómenos luminiscentes con ahínco, mientras que yo me esforzaba por pensar algún tema que desviase la conversación hacia algo más común, o si se quiere decir “manejable”. No obstante me intrigó su vehemencia y traté de conocer su teoría del porqué de aquello.

El sujeto rió, con un tono decepcionado en la voz dijo que muchos lo consideraban “loco” por lo que veía, pero que su interés, su pasión por el espacio evitaba que esos calificativos lo perturbasen. Llegando a la puerta de mi casa apagó el taxi y descendiendo me invitó a observar aquellas luces curiosas que formaban ya una red encima de nuestras cabezas. Él en verdad las veía, describía su trayectoria entre la luminosidad de Júpiter, Venus y Marte, cuya posición planetaria especificó con exactitud.

Tras esto creí percibir un débil haz de luz que pasó junto a la Luna despareciendo rápidamente. Al notar mi sorpresa el viejo rió de nuevo, confirmó sus teorías explicando que los cambios atmosféricos producidos por el calentamiento global magnificaban la presencia de las luces. La muerte de los glaciares, decía, modificó la visibilidad. Me contó que durante los furiosos vientos que flagelaron la ciudad hace unos días, él había presenciado una agitación celestial considerable. “Parecía el fin del mundo” aseguró temeroso, “todo por el calentamiento global”.

Conversamos por espacio de media hora sobre las luces, las constelaciones, vida fuera de la Tierra, el origen de los organismos primordiales en el mar ancestral y el terrible poder de los hoyos negros. Tocamos el tópico de las auroras boreales y australes, concluyendo que la belleza del cosmos es infinita y tristemente muy lejana a nosotros.

Bajo la irradiación lunar vi a aquel hombre con la vista fija en el espacio. Un tipo alto, delgadísimo, de piel levemente morena y una sonrisa amplia bajo el bigote de estropajo, más abierta aún por el ensueño que por la falta de algunos dientes frontales. Y la luz universal rellenaba las arrugas de sus mejillas y toscas manos, rejuveneciéndolo, arrastrándolo poco a poco hacia aquella otra dimensión donde su mente lo esperaba anhelante de conversar.

“Mi vieja me dice estás loco” remedó volviendo su voz chillona, “pero nada más tiene miedo y cuando los de las naves sintieron su miedo, la hicieron ver como una estrella y se fueron muy rápido”, solo pude reír, asintiendo, porque es el miedo lo que nos aleja de imaginar las curiosidades escondidas en la lejanía espacial. Al ver la hora me preguntó cuánto creía era el pago justo por el transporte, le pagué lo acostumbrado, pero antes de tomar el dinero habló sobre los inmortales antiguos, Zeus y Andrómeda, quienes a su parecer existen, pero están hechos de estrellas. Alzó la mano al cielo, indicaba la posición de otras constelaciones como “los ojos de la virgen” y “los tres reyes magos”.

Me despedí de Armando “El Caballo”, como dijo llamarse, con un apretón de manos y ambos manifestamos el deseo de charlar de nuevo. Cerró la puerta de su auto, cerré la puerta de mi casa, me senté a escribir esto que leen, intrigado por el encuentro.

Una reunión por demás de remarcable, pues un taxista, individuo considerado por defecto como ignorante, maleducado y estúpido, mostró ser un ente magníficamente bizarro. Un hombre amante del sol por su efecto nutritivo en el cuerpo a la vez filósofo estelar, asiduo a la astronomía que no descarta las posibilidades fabulosas que predica la ciencia ficción.

A pesar de algunas confusiones termodinámicas y alusiones poco probables a cómo nuestro diminuto sol algún día mutará en un hoyo negro, Armado manifiesta un grado de inteligencia esencial bien desarrollado: la curiosidad. Basta decir que es curioso un individuo capaz de atreverse a crear su propia mitología y teorías siderales sin instrucción científica o tras haber hojeado unos cuantos libros de Ray Bradbury.

Para él la restricción económica o el prestigio social no importa cuando de especular se trata, sin embargo manifiesta una profunda tristeza al no poder llegar “hasta allá arriba”. Sin darse cuenta de que ya reside allí.

Allá arriba… para mí es aquí adentro, en mi cráneo, el espacio balanceado entre mis neuronas donde germina el arte y la violenta marejada del pensar, entre las reacciones químicas encefálicas burbujea la demencia, el don que me hermana con ese loco taxista de cuántica mentalidad.

Quizás no queden muchos locos sueltos por ahí. Seremos unos cuantos los que rechazando la prudencia, el buen juicio (prejuicio), nos dediquemos a labrar el éter en la faena que se cree es la más inútil. El arte, de escribir, de soñar, de preocuparse en exceso, de reír sin motivos cuando se camina por una calle transitada, ejerciendo el derecho a ser un paria bullicioso al vivir. Quizás los locos no se están extinguiendo (no nos estamos digo), están evolucionando y camuflándose, en ropas de taxista o cajera de supermercado, atesorando fuegos artificiales mentales con que zarandear el gris prepotente de la modesta urbanidad.

Estamos esperando el día cuando la seguridad de los cuerdos se quiebre y haya paso sin obstáculos para reclamar este planeta, que es sin más, una loca obra que brotó hace millones de años del Maniático Universo.

Para el Gato Clonado

.C.

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